dijous, 19 de març del 2015

La magia de los lugares

Salí a la calle siguiendo a Mo, que estaba inusualmente alegre y despeinada, con gotas de lluvia presas entre las hebras de su cabello. Fuera el cielo era gris oscuro: se olían los truenos y se degustaban los rayos. Era un día de esos en los que prefiero desaparecer de la Guarida de la Magia y encerrarme en algún bar de mala muerte en el que nadie pudiese encontrarme. Pero ese día, Mo me había encontrado. Frente a la puerta del edificio, sin chaqueta, sin nada más que un nombre que recordar. Y sonriente y empapada, me había recriminado quedarme allí plantado sin hacer nada.
- Hoy es un buen día – había dicho cuando hube prestado atención en ella.
- ¿Para qué? – mi voz había sonado rota y crujiente como el cristal.
Para enseñarte mi lugar favorito.
Y ahora me encontraba siguiéndola, caminando deprisa hacia el centro. Si la lluvia la molestaba, no daba signos de importarle. Sin embargo, a mí me estaba calando los huesos, hasta tal punto que lo único que oía eran mis dientes castañeando. Aunque quizá no era del frío.
Las calles estaban prácticamente vacías, ocupadas solo por unos cuantos insensatos que corrían bajo paraguas de colores oscuros. Aunque quizá nosotros dos eramos los más insensatos en aquella ciudad, que corríamos sin mirar dónde pisabamos y nuestros pies se quejaban.
En ese momento una bicicleta pasó cerca de nuestro camino y nos mojó por completo.
Mo, con la boca abierta y con la incredulidad dibujada en sus ojos, miró primero su camiseta, luego lo que quedaba de la mía, y más tarde, me miró a los ojos. Entonces se echó a reír como si no lo hubiese hecho en años, logrando que mis labios sonrieran en lugar de llorar. El frío pasó a un segundo plano, y, sorprendidos por un arrebato de lujuria, empezamos a saltar los charcos, logrando que ese frío pasara a ser parte de nosotros mismos.
Y luego paró.
- Aún no te he enseñado mi lugar favorito.
Asentí, y empecé a caminar. Quizá cogía una hipotermia, pero lo haría feliz.
Las escaleras de la catedral parecían charcos brillantes de mar, que a cada paso escondían peces grises. Nos metimos por un callejón estrecho a la izquierda del gran edificio y no fue necesario que me lo dijese: era allí.
Grandes cascadas de lluvia caían de las tejas altas de la catedral, creando focos demasiado redondos para ser reales. Pero lo eran, y tras mirarnos fugazmente, Mo y yo nos sumergimos en aquellas cascadas de mar irreales, logrando que nada de nosotros quedara seco para revelar el secreto o escapar.

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